
Lo prolífico de este tipo de largometrajes —ya versen sobre el tema que nos ocupa o sobre cualquier otro— no es sinónimo de que el género sea fácil de llevar a buen puerto. De hecho, si la comedia ya es considerado el más complicado de ejecutar, la sátira requiere de un extra de inteligencia para mantener la ironía y la exageración a unos niveles que no eclipsen el discurso hasta hacer perder el sentido a la obra.
Con ‘Jojo Rabbit’, Taika Waititi, que ya ha demostrado tener una mano única para la comedia con cintas como ‘Thor Ragnarok’ o ‘Lo que hacemos en las sombras’, opta por desechar cualquier tipo de contención para construir un relato “anti-odio” en una arriesgada jugada de la que sale plenamente airoso. Una filigrana formal, tonal y estilística capaz de conducir al respetable de la carcajada al llanto con honestidad, ingenio y un grandísimo corazón.
Los mecanismos que permiten a ‘Jojo Rabbit’ salir triunfante de una gesta de la que, a priori, tenía complicado salir airosa, difieren mucho de los utilizados en los ejemplos mencionados anteriormente. En este caso, Waititi se esfuerza por desvincularse lo máximo posible de la realidad histórica del momento para transformar y reducir a un ridículo casi guiñolesco la Alemania Nazi, sus doctrinas y sus demenciales creencias.
Así, el neozelandés moldea una suerte de universo paralelo que le permite criticar con lucidez aspectos como la propaganda, el lavado de cerebro o la utilización de los menores durante el Tercer Reich, mientras levanta el filme sobre unos cimientos en los que la fábula próxima al realismo mágico convive con una dureza de la que, tristemente, es imposible escapar cuando posamos nuestra mirada sobre un periodo tan oscuro de nuestra historia.
Uno de los grandes aciertos que impulsan a ‘Jojo Rabbit’ de la categoría de encantadora rareza a la de largometraje que reivindicar es la elegancia con la que captura el exceso. Con un deje visual que evoca inevitablemente al Wes Anderson más recargado —con cuya estética, personalmente, no conecto lo más mínimo—, la puesta en escena y la dirección del cineasta kiwi brilla por su delicadeza, por su gusto en el detalle y por la calidez con la que retrata los pasajes más desoladores.
Este enorme corazón que se vela entre sus fotogramas está igualmente presente en el gran reclamo de la cinta; un reparto en el que brillan desde el debutante Roman Griffin Davis hasta una selección de secundarios de lujo entre los que figuran pesos pesados como Sam Rockwell, una deslumbrante Scarlett Johansson y el propio Taika Waititi, cuyo Adolf Hitler, proyectado por la mente intoxicada de un crío de diez años, es sencillamente hilarante.