Festival de San Sebastián, año 2000. Allí se proyecta en sección oficial, ante el generalizado desconcierto de la crítica española, el primer largo de un desconocido director coreano (Barking Dogs Never Bite, 2000). Casi nadie supo ver, en aquel momento, el sorprendente desparpajo y atrevimiento de la peculiar hibridación entre una mirada distanciada, el humor grotesco y el realismo feroz de una ácida comedia en torno a unos pobres diablos que viven en un entorno claustrofóbico y desquiciado. Nos desbordó ese original registro que allí nos enfrentaba ya con esos personajes «torpes, tiernos y quintaesencialmente bongianos», cuyas «vidas no encajan con sus sueños, y sus personalidades tampoco encajan con sus aspiraciones».